Tengo un nudo en la garganta y los recuerdos de
casi cuatro décadas pugnando por salir de la memoria con la misma presión con la
que a veces, durante años, lejos ya de los tiempos de escuadras de camisas
azules abriendo paso, tuvimos que estar a su lado para evitar, literalmente, que
la gente, en su afán por saludarle, llegara a impedirle continuar.
No creo que hoy sea capaz, ni de lejos, de poder
expresarme con soltura; ni de, con estas líneas, poder rendirle el homenaje que
se merece. Pero sé que, al igual que tantas veces intervine con él en actos
públicos, en esta hora siempre difícil, siempre amarga, no pueden faltar mis
palabras cuando él marcha para siempre a formar en esos luceros que a mí me
gusta invocar, porque son los que, con su ejemplo, nos animan a continuar en el
combate por España.
No me siento portavoz de nadie. Estas líneas no
son más que la rememoración emocionada, con ojos vidriosos mientras escribo, de
aquel muchacho que, como tantos otros, allá por el lejano 1978 pidió su alta en
las filas de Fuerza Nueva emborrachado de luceros y amor a España.
Soy de esas decenas de miles de jóvenes que en la
Transición siguieron a un hombre que les prometió trabajar para hacer de esta
"España sucia y triste una Patria libre y hermosa". De los que aprendimos a su
lado a amar a España como "unidad de destino, historia y convivencia", con
vocación de perfección; de los que, en tiempos aciagos, cuando el patriotismo se
proscribía e incluso se perseguía, enarbolábamos esa bandera que un día debía de
triunfar: "sólo sé que un día, solo o con los que me acompañen clavaremos las
banderas jamás arriadas en lo alto", nos decía en una reunión de su Fuerza
Joven.
Soy de esos jóvenes que le admirábamos porque
jamás traicionaba sus ideales, porque jamás cedía a la conveniencia, porque era
el ejemplo vivo de la coherencia política cuando otros pensaban no en
transformar la realidad -como él quería hacer pues siempre fue un auténtico
revolucionario en la estela de José Antonio- sino en acomodarse al tiempo para
seguir enfundados en la prebenda.
Fue perseguido por el sistema, vilipendiado por
el sistema, acusado por el sistema, pero sabía como nadie sobreponerse, merced
al tesoro de la Fe y a su fe ciega en la Providencia, a los muchos momentos
duros que tuvo que vivir.
"Dios y yo somos mayoría absoluta", nos dijo
cuando fue elegido diputado y amenazó con tocar el silbato si reglamento en mano
le impedían hablar. Era para nosotros un monumento a la lealtad, a sus
juramentos y a la sangre derramada, que alzaba su voz frente a los mismos que
antes medraron al amparo del franquismo, de la camisa azul, de la guerrera
blanca o a las faldas del catolicismo político.
Soy de esos jóvenes que lloramos de rabia e
impotencia cuando los miles de aplausos y abrazos que cosechaba en sus
intervenciones, cuando esas masas de españoles que acudían a escucharle eran
incapaces de apoyarle en lo más sencillo, depositar el voto en la urna. Siempre
les despreciaré porque fueron los causantes de la quiebra de una gran esperanza,
pero en la culpa llevan la penitencia de haber contribuido a derribar el sueño
de juventud al que como caducos conservadores renunciaron por las miserias de
las lentejas.
Blas Piñar ha sido Blas Piñar hasta sus últimos
momentos, hasta cuando hace unas semanas me escribía diciendo "ya no tengo
fuerzas". Hace unos años, ya aquejado por la dolorosa enfermedad que le ha
acompañado en el último tramo de su vida, en uno de sus últimos grandes actos
nos dijo -escribo de memoria porque prefiero el recuerdo a la literalidad-: "no
sé si éste será mi último discurso, pero sí sé que mientras me queden fuerzas
estaré defendiendo a Dios, a la Patria y a la Justicia". No le importaron en
esos años ni los consejos, ni las recomendaciones, ni los riesgos que asumió, ni
el agotamiento personal que cada intervencion pública le suponía, porque
mientras pudo siguió acudiendo, siguió estando ahí. Y cuando no pudo jamás
faltaron sus palabras. Nunca se rindió y nunca pensó en su propia imagen para la
posteridad: "si mi nombre puede servir para algo ahí estará, acompañándoos".
Pese a lo que algunos puedan pensar su afán de servicio le hizo ser
tremendamente humilde: pasó de gran lider, del aclamado "¡Caudillo Blas Piñar!",
a ser militante de filas, pese a los puestos honorarios, y figurar en el último
puesto de alguna candidatura. A él sólo le movía una inquebrantable Fe y un
inmenso afán de servicio y, como al Cid, le pasó aquello de "qué buen vasallo si
hubiera tenido buen señor".
No pocos nos sentimos hoy un poco huérfanos pues
éramos su otra familia, la de los camaradas. Él ya no está, pero no se ha ido:
los hombres mueren pero su espíritu permanece. Blas Piñar sólo ha cambiado su
puesto de servicio. Él no marcha al descanso eterno de la Gloria sino a la
Guardia Eterna. Esa que sólo dejará de formar el día en que torne la Primavera.
Los ángeles del Paraíso, aquellos que en la imagen joseantoniana formaban
vigilantes con espadas en las jambas de las puertas del Cielo, habrán rendido
armas a su llegada; pero él, entre el descanso y la guardia, habrá escogido lo
segundo para desde lo alto poder seguir combatiendo con nosotros.
Yo, que he perdido a mi maestro en política, a mi
Jefe Nacional, a quien ha debido ostentar en estos años los tres luceros de la
Jefatura Nacional instituida por José Antonio, sólo puedo hoy rezar, acompañarle
en la distancia, depositar cinco rosas simbólicas sobre su cuerpo y gritar
al viento aquello de "¡Blas Piñar, Presente!", tras entonar el viejo himno
de amor y de esperanza.
Francisco Torres
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