(Publicado en el Diario "Córdoba" el 6 de enero de 1959)
Con el tiempo de Navidad florece la nieve y florecen los recuerdos. Con el tiempo de Navidad uno vuelve a ser niño y en el corazón se agolpan, como un torrente de dulces melancolías, las horas inmensas de nuestra lejana infancia. Y como las horas de mi lejana infancia están encuadradas en los altísimos paisajes que van desde 1936 a 1939, a mi no me queda más remedio que regresar hoy a una época floreciente y hermosa en la que, más allá de los dulces horizontes navideños, las balas cruzaban como gatos perseguidos las agudas esquinas del frente.
Con el tiempo de Navidad, en esta Navidad que se nos va de las manos, los hombres que hoy bordeamos por arriba la treintena, recordamos cosas tremendas. Yo, por ejemplo, en la Epifanía que llega, recuerdo al Benavides. Habrá quien, sin duda, recordará cualquier empingorotado cotillón que por Reyes dio el último descendiente de Prim o el quinto Marqués de la Ensaimada. A mí me parece justo que así sea. Cada cual que recuerde lo suyo. Yo, por eso, recuerdo al Benavides.
El Benavides no era ni senador, ni banquero, ni diputado. El Benavides no era ni siquiera dueño de una cafetería. El Benavides era un legionario gallego que antes de morir fue muchas cosas en su vida. Fue estudiante de cura, cazador furtivo, poeta, novillero, escultor y hasta me parece que, por tres o cuatro veces, polizón de varios barcos que hacían las Américas. El Benavides tenía cara de pirata y corazón de arcángel. Tenía, también, un dulce aire de doncel antiguo, un generoso aire soñador que encandilaba el corazón de las mujeres. Al tío se le quedaban muertas nada más mirarlas. La que resistía la prueba quedaba ya sin genio de por vida. Vamos, perita en dulce para los restos. El Benavides además de enamorar a las mujeres a salto de mata, era un fabuloso jugador de mus que salvó, en más de una ocasión, de la muerte por aburrimiento, a sus más íntimos camaradas de chabola. El Benavides era un fenómeno, uno de esos tremendos ejemplares humanos que lo mismo se ganan la Laureada que el paredón de fusilamiento. Tremendo en la vida y tremendo en la muerte. Maravilloso contando un chiste; si era verde, mejor; maravilloso inventándose la mejor trampa a la garrafiña; maravilloso logrando quebrantar la fama de todas las venteras del camino -¡y había muchas!-. El Benavides era maravilloso apuntándose para él todos los cuartos de guardia de su escuadra, era maravilloso jugándose el tipo para rescatar de las alambradas enemigas el cuerpo herido de un camarada; maravilloso haciendo un poema al primer lucero de la tarde... El Benavides era un tipo casi inmortal. Un cruzado de la héjira del 36. Que ya es decir... De haber vivido hoy no sé qué hubiera sido el Benavides. Acaso se hubiera graduado de legionario perpetuo o, tal vez, de marino mercante con olor a brea y a juramentos y a sal antigua saboreada con unción en los más novísimos puertos de la esperanza. Porque, desde luego, lo que no hubiera sido jamás el Benavides es senador, dueño de cafetería o portero de un ministerio. El Benavides estaba apuntado para ángel desde el día que nació y su destino era volar. Voló a la eternidad el 6 de enero de 1938. Sobre la dura nieve de Teruel le pegaron un tiro en el corazón, que le hizo pasar de un salto a la difícil lista de los Elegidos. Palmó como un cruzado de rompe y rasga, como un bendito franciscano: Montando un Nacimiento en su pozo de tirador. Porque el Benavides también sabía hacer el amor a Dios. Faltaría más. Más allá de su tremenda pasión por las venteras del camino, nacía de sus ojos un lejano eco místico, entrañable, abrumador. El Benavides amaba a Dios y a toda su corte celestial con un ingenuo aire de monaguillo. Si ajustaba, de vez en cuando, las cuentas a las venteras que salían a los caminos a dar pan y vino a los cruzados, lo hacía más bien por un exceso de humanidad, de temple vigoroso, por regalar algo de aquel hermoso aire de conquista que soplaba nuestras banderas. El pecado en Benavides se humanizaba hasta las más hondas raíces. Era capaz de rezar a las ánimas al tiempo que le regateaba la mujer al ventero. Eran un pozo de hermosura las entrañas del Benavides. Palabra. Era él, como si dijéramos, un ángel un poco "offside". Se salía fuera de juego en cuanto se le olvidaba que el corazón también necesita bridas. Pero poseía, sobre todo, el maravilloso don de la ingenuidad. Esto le salvó. El buen Dios lo citó con la eternidad en su propio pozo de tirador. Se había empeñado el Benavides en hacer un Nacimiento a cincuenta metros del enemigo. Con la nieve que bordeaba el pozo modelaba tiernamente las figuras del Belén. Durante su cuarto de guardia dio vida a San José y al asno. Con los cuartos restantes, que le regalaron amorosamente sus camaradas de escuadra, de sus manos nacieron la Virgen y luego la vaca, y después un pesebre de la corteza de un abedul cercano. El Niño, fue el último en salir de las manos de aquel celta bravío que se llamó Benavides. Terminándolo estaba ya, cuando una ráfaga enemiga cruzó la tarde de la Epifanía. La nieve salpicó con furia el pozo de tirador. La segunda ráfaga sorprendió el corazón de Benavides colocando a Jesús en el pesebre. Una angustia infinita quebrantó las entrañas del legionario, mientras depositaba dulcemente en su cuna al Niño de Nieve...
Cuando sus camaradas llegaron, el corazón de Benavides chorreaba sangre, chorreaba gloria bendita en aquella tremenda tarde de Reyes...
Con el tiempo de Navidad, en esta Navidad que se nos va de las manos, los hombres que hoy bordeamos por arriba la treintena, recordamos cosas tremendas. Yo, por ejemplo, en la Epifanía que llega, recuerdo al Benavides. Habrá quien, sin duda, recordará cualquier empingorotado cotillón que por Reyes dio el último descendiente de Prim o el quinto Marqués de la Ensaimada. A mí me parece justo que así sea. Cada cual que recuerde lo suyo. Yo, por eso, recuerdo al Benavides.
El Benavides no era ni senador, ni banquero, ni diputado. El Benavides no era ni siquiera dueño de una cafetería. El Benavides era un legionario gallego que antes de morir fue muchas cosas en su vida. Fue estudiante de cura, cazador furtivo, poeta, novillero, escultor y hasta me parece que, por tres o cuatro veces, polizón de varios barcos que hacían las Américas. El Benavides tenía cara de pirata y corazón de arcángel. Tenía, también, un dulce aire de doncel antiguo, un generoso aire soñador que encandilaba el corazón de las mujeres. Al tío se le quedaban muertas nada más mirarlas. La que resistía la prueba quedaba ya sin genio de por vida. Vamos, perita en dulce para los restos. El Benavides además de enamorar a las mujeres a salto de mata, era un fabuloso jugador de mus que salvó, en más de una ocasión, de la muerte por aburrimiento, a sus más íntimos camaradas de chabola. El Benavides era un fenómeno, uno de esos tremendos ejemplares humanos que lo mismo se ganan la Laureada que el paredón de fusilamiento. Tremendo en la vida y tremendo en la muerte. Maravilloso contando un chiste; si era verde, mejor; maravilloso inventándose la mejor trampa a la garrafiña; maravilloso logrando quebrantar la fama de todas las venteras del camino -¡y había muchas!-. El Benavides era maravilloso apuntándose para él todos los cuartos de guardia de su escuadra, era maravilloso jugándose el tipo para rescatar de las alambradas enemigas el cuerpo herido de un camarada; maravilloso haciendo un poema al primer lucero de la tarde... El Benavides era un tipo casi inmortal. Un cruzado de la héjira del 36. Que ya es decir... De haber vivido hoy no sé qué hubiera sido el Benavides. Acaso se hubiera graduado de legionario perpetuo o, tal vez, de marino mercante con olor a brea y a juramentos y a sal antigua saboreada con unción en los más novísimos puertos de la esperanza. Porque, desde luego, lo que no hubiera sido jamás el Benavides es senador, dueño de cafetería o portero de un ministerio. El Benavides estaba apuntado para ángel desde el día que nació y su destino era volar. Voló a la eternidad el 6 de enero de 1938. Sobre la dura nieve de Teruel le pegaron un tiro en el corazón, que le hizo pasar de un salto a la difícil lista de los Elegidos. Palmó como un cruzado de rompe y rasga, como un bendito franciscano: Montando un Nacimiento en su pozo de tirador. Porque el Benavides también sabía hacer el amor a Dios. Faltaría más. Más allá de su tremenda pasión por las venteras del camino, nacía de sus ojos un lejano eco místico, entrañable, abrumador. El Benavides amaba a Dios y a toda su corte celestial con un ingenuo aire de monaguillo. Si ajustaba, de vez en cuando, las cuentas a las venteras que salían a los caminos a dar pan y vino a los cruzados, lo hacía más bien por un exceso de humanidad, de temple vigoroso, por regalar algo de aquel hermoso aire de conquista que soplaba nuestras banderas. El pecado en Benavides se humanizaba hasta las más hondas raíces. Era capaz de rezar a las ánimas al tiempo que le regateaba la mujer al ventero. Eran un pozo de hermosura las entrañas del Benavides. Palabra. Era él, como si dijéramos, un ángel un poco "offside". Se salía fuera de juego en cuanto se le olvidaba que el corazón también necesita bridas. Pero poseía, sobre todo, el maravilloso don de la ingenuidad. Esto le salvó. El buen Dios lo citó con la eternidad en su propio pozo de tirador. Se había empeñado el Benavides en hacer un Nacimiento a cincuenta metros del enemigo. Con la nieve que bordeaba el pozo modelaba tiernamente las figuras del Belén. Durante su cuarto de guardia dio vida a San José y al asno. Con los cuartos restantes, que le regalaron amorosamente sus camaradas de escuadra, de sus manos nacieron la Virgen y luego la vaca, y después un pesebre de la corteza de un abedul cercano. El Niño, fue el último en salir de las manos de aquel celta bravío que se llamó Benavides. Terminándolo estaba ya, cuando una ráfaga enemiga cruzó la tarde de la Epifanía. La nieve salpicó con furia el pozo de tirador. La segunda ráfaga sorprendió el corazón de Benavides colocando a Jesús en el pesebre. Una angustia infinita quebrantó las entrañas del legionario, mientras depositaba dulcemente en su cuna al Niño de Nieve...
Cuando sus camaradas llegaron, el corazón de Benavides chorreaba sangre, chorreaba gloria bendita en aquella tremenda tarde de Reyes...
* * *
Luego, pasó el tiempo. Un millón de Benavides se fueron camino de los celestes espacios y las gentes de mi raza, ya en paz, volvieron a organizar cotillones en la Epifanía del Señor. Y yo, que soy algo como hermano del Benavides, me acuerdo de él, me acuerdo de los que fueron a la guerra, me acuerdo del rito del aceite y la sal que mantenía la luz amorosa de las chabolas, me acuerdo del garbo airoso de las madrinas de guerra, me acuerdo de los aguinaldos bulliciosos, me acuerdo de un cruzado con cara de pirata y corazón del arcángel que ni fue senador, ni fue diputado, ni siquiera dueño de una cafetería. Me acuerdo del Benavides. Y esto, para que su memoria nos dignifique. Y nos haga continuar en pie según el viejo rito de los caminantes. Porque recordarle es tanto como no olvidar la muerte de los mil cruzados que trajeron con su esfuerzo la paz de mi gran Patria, donde los españoles de esta hora harán el honor al último cotillón de Reyes sin excesivas preocupaciones.
Recuerdo al Benavides por ley de honor, por ley de sangre, por la imponderable razón de que con él llegó la Navidad de España.
1 comentario:
Magnifico relato,que enseña como son los mejores soldados de España
Publicar un comentario