Con esto de la listita proetarra que tanto cariño ha recibido del Tribunal Constitucional encabezada por el dramaturgo Alfonso Sastre, algunos medios de comunicación han resumido la trayectoria del peculiar calzonazos olvidando pasajes fundamentales de su vida. Amnistías que sólo disfrutan algunos. Ninguno de sus desmemoriados biógrafos ha recordado que con anterioridad a su antifranquismo, a su antiespañolismo, a su abrazo a Batasuna y su constante justificación del terrorismo, Alfonso Sastre, Premio Nacional de Teatro, fue falangista. Eso, la desmemoria.
Miguel Gila, el gran humorista de corto repertorio, se presentó en los últimos años como un luchador contra el franquismo. Incluso se inventó que sobrevivió a un fusilamiento, farsa que fue desmontada con facilidad por tratarse de una descomunal mentira. Gila escribió y manifestó que había sido víctima de la persecución franquista. A Gila sólo le persiguió el franquismo para que actuara en las cenas del 18 de julio que Franco convocaba en La Granja de San Ildefonso, y en las que Gila le hizo sonreír en varias ediciones. Un día desapareció. Y puso como excusa que se exiliaba voluntariamente para huir de Franco, el que tanto reía sus gracias. Se exilió para huir de su primera mujer y de las deudas que había contraído con ella, y eligió para su exilio la Argentina de la dictadura militar, la de Videla, Massera, Galtieri y los desaparecidos. Y estuvo bien allí, y mejor tratado. De vuelta a España, se vistió de rojo, ganó muchos millones en las televisiones públicas y falleció sin pagar a Hacienda. Pero fue presentado como un combatiente intelectual contra las dictaduras.
Tengo para mí, que de existir un Instituto Nacional de Biografía, trabajan en él unos señores con enormes tijeras que deciden a quién sí y a quién no se les puede perdonar su pasado de manifiesta cooperación o mansedumbre con el franquismo. Sastre y Gila pertenecen a la relación de beneficiados. Y un bastante José Luis Coll, Juan Luis Cebrián, Concha Velasco, Javier Arzallus, el obispo Setién, y no sigo porque la relación se presenta interminable. Pero más que los políticos, los religiosos o los académicos, me interesan estas figuras de la intelectualidad y el espectáculo –Sastre, indudablemente, es un escritor culto–, que han conseguido el maravilloso regalo del olvido. Coll se hizo socialista de toda la vida cuando conoció a Felipe González. Concha Velasco saltó a la fama gracias a José Luis Sáenz de Heredia, director de cine, y primo hermano de José Antonio Primo de Rivera. Sara Montiel recordó que no era franquista unos pocos días después de la muerte de Franco. Pero la Dirección General de la Desmemoria funciona perfectamente, y a unos les borran el pasado y a otros se lo adornan. El gran escritor Rafael García Serrano, navarro, requeté, pendenciero y siempre nostálgico de batallas, murió en el olvido y el desprecio porque nunca ocultó sus ideas. Pero fue el autor de una de las obras fundamentales de nuestra terrible Guerra, escrita sin rencor y con humor muy largo, el «Diccionario para un macuto». Lo hizo cuando uno de sus compañeros de Falange, Alfonso Sastre, aún cantaba la vuelta de las banderas victoriosas al paso alegre de la paz. Por si a Otegui le interesa.
Miguel Gila, el gran humorista de corto repertorio, se presentó en los últimos años como un luchador contra el franquismo. Incluso se inventó que sobrevivió a un fusilamiento, farsa que fue desmontada con facilidad por tratarse de una descomunal mentira. Gila escribió y manifestó que había sido víctima de la persecución franquista. A Gila sólo le persiguió el franquismo para que actuara en las cenas del 18 de julio que Franco convocaba en La Granja de San Ildefonso, y en las que Gila le hizo sonreír en varias ediciones. Un día desapareció. Y puso como excusa que se exiliaba voluntariamente para huir de Franco, el que tanto reía sus gracias. Se exilió para huir de su primera mujer y de las deudas que había contraído con ella, y eligió para su exilio la Argentina de la dictadura militar, la de Videla, Massera, Galtieri y los desaparecidos. Y estuvo bien allí, y mejor tratado. De vuelta a España, se vistió de rojo, ganó muchos millones en las televisiones públicas y falleció sin pagar a Hacienda. Pero fue presentado como un combatiente intelectual contra las dictaduras.
Tengo para mí, que de existir un Instituto Nacional de Biografía, trabajan en él unos señores con enormes tijeras que deciden a quién sí y a quién no se les puede perdonar su pasado de manifiesta cooperación o mansedumbre con el franquismo. Sastre y Gila pertenecen a la relación de beneficiados. Y un bastante José Luis Coll, Juan Luis Cebrián, Concha Velasco, Javier Arzallus, el obispo Setién, y no sigo porque la relación se presenta interminable. Pero más que los políticos, los religiosos o los académicos, me interesan estas figuras de la intelectualidad y el espectáculo –Sastre, indudablemente, es un escritor culto–, que han conseguido el maravilloso regalo del olvido. Coll se hizo socialista de toda la vida cuando conoció a Felipe González. Concha Velasco saltó a la fama gracias a José Luis Sáenz de Heredia, director de cine, y primo hermano de José Antonio Primo de Rivera. Sara Montiel recordó que no era franquista unos pocos días después de la muerte de Franco. Pero la Dirección General de la Desmemoria funciona perfectamente, y a unos les borran el pasado y a otros se lo adornan. El gran escritor Rafael García Serrano, navarro, requeté, pendenciero y siempre nostálgico de batallas, murió en el olvido y el desprecio porque nunca ocultó sus ideas. Pero fue el autor de una de las obras fundamentales de nuestra terrible Guerra, escrita sin rencor y con humor muy largo, el «Diccionario para un macuto». Lo hizo cuando uno de sus compañeros de Falange, Alfonso Sastre, aún cantaba la vuelta de las banderas victoriosas al paso alegre de la paz. Por si a Otegui le interesa.
Alfonso Ussía.
La Razón - Opinión
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