jueves, 18 de octubre de 2012

La pobreza es la hermana de la sensatez

Dicen que, con esto de la crisis, se ha vuelto a la cultura del remiendo, la chapuza y el cocido. Que regresan los platos de cuchara, nutritivos y despreciados durante décadas por el largo tiempo de preparación que precisaban, cerrando el paso a la comida rápida que cambió nuestros estómagos y ensanchó nuestros abdómenes.
 
Y es que con menos dinero en la faltriquera y más tiempo en la agenda, regalado por ese infame castigo social que se llama paro, hay más tiempo para preparar alimentos más baratos, sabrosos y sanos. No sólo para eso, también para arreglar, convertidos todos en vulgares Pepe Gotera o, aun más famélicos, en su ayudante Otilio, esas pequeñas ñapas que no muchos meses atrás dejábamos de lado, cuando no alimentaban los contenedores de ésta nuestra sociedad de consumo.
 
¿Hemos dado un paso hacia delante, o estamos reeditando la historia? Si, se que hago trampas en el solitario, pues planteo una pregunta retórica con una única respuesta posible. Ésta se pone en primer tiempo de saludo con tan solo recordar un viejo proverbio romano que rezaba: «la pobreza es la hermana de la sensatez». Y es que, en la vieja Roma, las mujeres, sobre todo, se pasaban la jornada haciendo esas pequeñas economías que salvaban a la familia. Y es que sí, Júpiter era el dueño de los rayos, el dios de dioses; pero su mujer, Juno Moneta, era la que llevaba la economía. La acuñación de moneda, vamos.
 
En la Roma imperial, los ciudadanos libres pero no ricos de entre los romanos, fueran artesanos o libertos, debían mirar mucho cada sestercio, cada as que se gastara. Era precisa una economía sino de guerra, si de posguerra: las túnicas se remendaban, las sandalias se parcheaban, se arreglaban de forma casera los candiles... moneda de bronce a moneda de bronce, el hogar podía sobrevivir a la dura vida.
 
La gente de a pie, los que no eran patricios o legionarios a los que el César les había premiado con ricas tierras de labranza, vivían, como contaba Fírmico Materno, “privados de todo lo imprescindible, sin medios para sustentarse cotidianamente. Mendigan su sustento [...] Sus cuerpos son enfermizos. Sufren de heridas infectadas o humores malignos bajo la piel que atacan sus articulaciones”. Éste estado de pobreza que llamaba a gritos a la enfermedad y a la tragedia, generaba un estrés social que hoy podría hacer palidecer a los movimientos de indignados. Así, Doroteo de Sidón dice que ese paseo continuo por la cuerda floja “a menudo fomenta revoluciones entre el pueblo”, pueblo que “manifiesta hostilidades estúpidas, es poco razonable, y posee un carácter que raya con la locura”
 
En una sociedad en la que una pequeña diferencia de ingresos podía tener un impacto significativo en la calidad de vida, no es aventurado deducir qué pudo causar un cambio considerable en los niveles generales de salud mental. Lo que hoy, desde nuestro cronocentrismo podemos interpretar como mínimo fueron entonces auténticas catástrofes para quienes habitaban en la base de la pirámide. Las enfermedades mentales, enfocadas como posesiones demoníacas que daban pie a exorcismos, llegaron a ser algo relevante, creciente a medida que en la sociedad romana se sucedían los factores desequilibrantes: la inflación, a la que aludí en algún artículo anterior, y el caos de las invasiones bárbaras que caracterizaron el siglo III. Algo que, como también se dijo, provocó un gobierno más rígido con una burocracia especializada en vaciar la bolsa de unos ciudadanos ya lo suficientemente expoliados por la vida, sin contar con los impuestos, que contemplaban cómo los ricos eran más ricos, ahondando la brecha social entre los poderosos y el pueblo, asistiendo impotentes a la caída en picado de su estatus legal y privilegios: la decadencia, esta vez económica, de Occidente, y ustedes perdonen que me ponga Spengleriano, que provocaba a su vez un descenso de la población en la gran Roma.
 
Era preciso establecer unas válvulas de seguridad, y éstas fueron las fiestas romanas por excelencia, los carnavales. Estos no eran unas vacaciones sin más, sino momentos en los que se permitía a los ciudadanos liberar un poco de la presión a la que venían siendo sometidos sin, por supuesto, esperanza alguna de realizar ningún cambio: el viejo invento de la revolución sin subversión. Un momento en que a la vez en que se burlaban de las normas y las jerarquías, precisamente por apuntarlas, las apuntalaban, las hacían más definidas en el frontispicio de la sociedad. Aquello que se podía alterar unos días, era sagrado el resto del año. Desafiar las normas una temporada e insultar a la sociedad un tiempo limitado provocaban que el resto del año, los ciudadanos se reconciliaran con su miserable vida y la sociedad funcionara mejor. Algo semejante ocurría con su teatro popular, las mímicas, obras breves que lo ridiculizaban todo, repletas de idiocia y violencia. Una vez más, las situaciones ordinarias del día a día se invertían para generar efectos cómicos y así digerir con la risa la tragedia cotidiana.
 
Y en contraste con esa forma de escapar de una realidad que no gustaba, la élite romana compartía una perspectiva cultural común, la paideia, que excluía a la mayoría de la población a partir de un estilo que se ha visto por los estudiosos en ocasiones como algo intencionalmente ininteligible. Algo que sucedía en otros aspectos de la vida culta: así, durante los últimos emperadores, se desarrolló una caligrafía denominada "escritura celestial", que era de dominio exclusivo de los funcionarios de palacio. Una herencia podemos verla hoy en la jerga que se emplea por los abogados y gente del foro en general. Esta élite cultural, se esperaba que fuera admirada por la plebe.
 
Pero esa admiración se tornaba imposible entre una plebe que, en su distrito, el Aventino, rendía culto a Mercurio, el dios del comercio, el lucro y la movilidad, del éxito económico, en resumen, aspirando a parecerse a los patricios no por su cultura, sino por su riqueza. Los ricos entre los ricos contaban sus fortunas en cifras mayores de los cien millones de sestercios, lo era unas veinticinco mil veces la renta de subsistencia anual (antes de que alguien se lo pregunte, cabe decir que esa diferencia es menor a la existente en la actualidad).
 
¿Les suena la idea de una sociedad que poco a poco se hace más pobre, que pierde sus privilegios, con grupos de ciudadanos indignados por ello, que ve como sus poderosos lo son cada vez más, pero que para compensar, tiene espectáculos gratuitos que los distraen?. Seguro que no.
 
Por Juan Vicente Oltra
 

No hay comentarios: