No sé cómo hablarte hoy, Señor de todas las batallas. No sé cómo dirigirme a Ti sin que una profunda vergüenza me embargue.
Sí, ya sé que podría alegar que no es culpa mía, que es inevitable, que son Tus enemigos, esos que han emprendido una cruzada anticlerical, anticristiana y atea contra España, los culpables de este último latrocinio. Que poco podemos hacer los simples ciudadanos de a pie...
Pero hablarte a Ti, Señor, tiene un inconveniente y es que ni te puedo engañar a Ti, ni puedo engañarme a mí mismo. Hablar Contigo, Señor, implica que las respuestas manan del interior y que no caben interpretaciones. Y Tú yo sabemos Señor, que Te hemos fallado. Todos, incluso aquellos que frecuentemente hacemos profesión de Fe públicamente - a veces creo que como fariseos – aquellos que apelamos al indómito espíritu español, a ese último bastión en que los españoles terminamos reventando e impidiendo la tropelía, Te hemos abandonado.
De qué otro modo, Señor, cabe interpretar si no, lo que los españoles te hemos hecho ayer. A Ti, Cristo de la Buena Muerte, a Ti, Cristo de Mena, o Cristo Mutilado; a Ti, que bajo tus innumerables advocaciones, con todos tus ejércitos invisibles - pero siempre bien presentes -nos acompañaste cada vez que hizo falta. Cada vez que España se hundía, cada vez que sus enemigos y los Tuyos amenazaron con destruirnos. A Tu Madre, que desde la pequeña cueva de la Hispanidad Asturiana detuvo las cimitarras en los brazos de Don Pelayo; a tus hombres de Clavijo; y a los que bajo aquel “Detente bala, el Sagrado Corazón de Jesús está conmigo” confiaron en Ti porque jamás Les defraudaste.
A ti Señor, que con mano firme y rostro dulce o de dolor, nos permitiste ser lo que fuimos, último blocao de la Cristiandad, último recurso del mundo libre ante todos los enemigos de fuera y de dentro, fueran musulmanes, judíos, masones o marxistas ateos; a Ti, Señor, Te hemos dejado solo.
Esa sabandija que se esconde bajo la apariencia de ministro, cuya obsesión ha sido, como la de todos ellos, acabar con los pilares básicos de nuestra convivencia y aún con los de nuestra civilización entera, ha perpetrado ayer su última, hasta ahora, canallada y a la vez temeridad. ¡Ni Atila se atrevió a desafiarte tanto!
Tú que siempre extendiste tu Manto sobre nuestros Ejércitos has sido despreciado, desposeído, insultado, provocado por esa encarnación de la maldad que es el actual gabinete; pero de ellos no cabía esperar otra cosa. Son enemigos Tuyos, de España y de todo lo que siempre hemos representado.
Es de nosotros de quienes no cabría tal respuesta, tal cobardía, tal dejación de nuestras obligaciones morales. Es de Tus hombres y de Tus mujeres de quienes, sin duda, no aspiraste a nada más, porque todo lo sabes, pero a quienes Te hubiera gustado encontrar alzados, aunque sólo fuera unos pocos, contra la indignidad.
Nuestra cobarde sociedad hedonista, adormilada, cobarde y encanallecida dejará que nos arranquen las entrañas amparándose en la legalidad, en la democracia, en la ley, en las urnas... en todos esos conceptos que cada vez me producen más arcadas, mientras se anteponen a otros como licitud, moral, ética, honor, compromiso, virtud, y son arrinconados en lo más oscuro de nuestros cada vez más muertos corazones. Y lo harán en nombre de la libertad, del progreso, del avance... mientras nos esposan los cerebros a nuestra propia barriga.
Esta sociedad nuestra – en la que todos somos responsables – es capaz de impedir que un equipo de fútbol descienda a segunda división por el empuje de sus hinchas, los de toda una ciudad. Es capaz de llevar en palmitas a un delincuente, a un corrupto y a un prevaricador hasta el tribunal Internacional de La Haya. Es capaz de paralizar el tráfico aéreo por una huelga de pilotos o de controladores. Es capaz de acudir en masa a tragarse el eslogan de “La Roja” y a dar botes de satisfacción porque – según parece – los triunfos de la selección van a mitigar nuestros padecimientos y nuestras hambrunas.
Pero no es capaz de parar en seco, de atravesarse de lado a lado, de reventar cualquier intento de tropelía cuando se trata... de Ti, Señor.
Nadie se ha plantado; nadie ha dejado caer siquiera las manos; ninguna unidad, ninguna bandera, ningún simple militar retirado. Ni siquiera quienes ya nada tienen que perder se han pronunciado a Tu favor, Señor.
Ninguna rebeldía, ninguna rebelión. No hay legionarios encadenados a su Cristo; No hay justas indisciplinas... No hay abandonos de la carrera o la profesión. Hemos agachado las orejas, hemos mirado a otro lado y hemos vuelto a tragar.
Perdóname, Señor, porque yo tampoco he hecho nada. Y no Te merecemos. No merecemos Tu Protección, ni Tu Amor, ni Tu Cariño. No, mientras no estemos dispuestos a demostrarlo.
Hoy, Señor, me da mucha vergüenza hablarte.
Sí, ya sé que podría alegar que no es culpa mía, que es inevitable, que son Tus enemigos, esos que han emprendido una cruzada anticlerical, anticristiana y atea contra España, los culpables de este último latrocinio. Que poco podemos hacer los simples ciudadanos de a pie...
Pero hablarte a Ti, Señor, tiene un inconveniente y es que ni te puedo engañar a Ti, ni puedo engañarme a mí mismo. Hablar Contigo, Señor, implica que las respuestas manan del interior y que no caben interpretaciones. Y Tú yo sabemos Señor, que Te hemos fallado. Todos, incluso aquellos que frecuentemente hacemos profesión de Fe públicamente - a veces creo que como fariseos – aquellos que apelamos al indómito espíritu español, a ese último bastión en que los españoles terminamos reventando e impidiendo la tropelía, Te hemos abandonado.
De qué otro modo, Señor, cabe interpretar si no, lo que los españoles te hemos hecho ayer. A Ti, Cristo de la Buena Muerte, a Ti, Cristo de Mena, o Cristo Mutilado; a Ti, que bajo tus innumerables advocaciones, con todos tus ejércitos invisibles - pero siempre bien presentes -nos acompañaste cada vez que hizo falta. Cada vez que España se hundía, cada vez que sus enemigos y los Tuyos amenazaron con destruirnos. A Tu Madre, que desde la pequeña cueva de la Hispanidad Asturiana detuvo las cimitarras en los brazos de Don Pelayo; a tus hombres de Clavijo; y a los que bajo aquel “Detente bala, el Sagrado Corazón de Jesús está conmigo” confiaron en Ti porque jamás Les defraudaste.
A ti Señor, que con mano firme y rostro dulce o de dolor, nos permitiste ser lo que fuimos, último blocao de la Cristiandad, último recurso del mundo libre ante todos los enemigos de fuera y de dentro, fueran musulmanes, judíos, masones o marxistas ateos; a Ti, Señor, Te hemos dejado solo.
Esa sabandija que se esconde bajo la apariencia de ministro, cuya obsesión ha sido, como la de todos ellos, acabar con los pilares básicos de nuestra convivencia y aún con los de nuestra civilización entera, ha perpetrado ayer su última, hasta ahora, canallada y a la vez temeridad. ¡Ni Atila se atrevió a desafiarte tanto!
Tú que siempre extendiste tu Manto sobre nuestros Ejércitos has sido despreciado, desposeído, insultado, provocado por esa encarnación de la maldad que es el actual gabinete; pero de ellos no cabía esperar otra cosa. Son enemigos Tuyos, de España y de todo lo que siempre hemos representado.
Es de nosotros de quienes no cabría tal respuesta, tal cobardía, tal dejación de nuestras obligaciones morales. Es de Tus hombres y de Tus mujeres de quienes, sin duda, no aspiraste a nada más, porque todo lo sabes, pero a quienes Te hubiera gustado encontrar alzados, aunque sólo fuera unos pocos, contra la indignidad.
Nuestra cobarde sociedad hedonista, adormilada, cobarde y encanallecida dejará que nos arranquen las entrañas amparándose en la legalidad, en la democracia, en la ley, en las urnas... en todos esos conceptos que cada vez me producen más arcadas, mientras se anteponen a otros como licitud, moral, ética, honor, compromiso, virtud, y son arrinconados en lo más oscuro de nuestros cada vez más muertos corazones. Y lo harán en nombre de la libertad, del progreso, del avance... mientras nos esposan los cerebros a nuestra propia barriga.
Esta sociedad nuestra – en la que todos somos responsables – es capaz de impedir que un equipo de fútbol descienda a segunda división por el empuje de sus hinchas, los de toda una ciudad. Es capaz de llevar en palmitas a un delincuente, a un corrupto y a un prevaricador hasta el tribunal Internacional de La Haya. Es capaz de paralizar el tráfico aéreo por una huelga de pilotos o de controladores. Es capaz de acudir en masa a tragarse el eslogan de “La Roja” y a dar botes de satisfacción porque – según parece – los triunfos de la selección van a mitigar nuestros padecimientos y nuestras hambrunas.
Pero no es capaz de parar en seco, de atravesarse de lado a lado, de reventar cualquier intento de tropelía cuando se trata... de Ti, Señor.
Nadie se ha plantado; nadie ha dejado caer siquiera las manos; ninguna unidad, ninguna bandera, ningún simple militar retirado. Ni siquiera quienes ya nada tienen que perder se han pronunciado a Tu favor, Señor.
Ninguna rebeldía, ninguna rebelión. No hay legionarios encadenados a su Cristo; No hay justas indisciplinas... No hay abandonos de la carrera o la profesión. Hemos agachado las orejas, hemos mirado a otro lado y hemos vuelto a tragar.
Perdóname, Señor, porque yo tampoco he hecho nada. Y no Te merecemos. No merecemos Tu Protección, ni Tu Amor, ni Tu Cariño. No, mientras no estemos dispuestos a demostrarlo.
Hoy, Señor, me da mucha vergüenza hablarte.
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