viernes, 24 de agosto de 2007

Carta a un amigo que se ha ido


Esto es algo que un buen amigo escribió para consumo propio cuando murió Juan Pablo II.

Carta a un amigo que se ha ido

Te he visto masticar el aire, pocos días antes de tu muerte, enfadado contigo mismo, con tu cuerpo, por serte negado lo que más querías: comunicarte con tus fieles. Tu, que habías sido el “atleta de Cristo”, un deportista, un antiguo obrero, capaz de soportar vendavales que hubieran tumbado a las estatuas de la Plaza de San Pedro, te veías frágil como un junco mecido por la tormenta. Y aunque los juncos resisten mientras los robles se quiebran, tampoco son inmortales.

He recordado en tu agonía a la de mi padre, alguien que sé hace tiempo en el cielo. Seres duros, fuertes como rocas, pulverizados por el paso del tiempo, débiles, necesitados de ayuda. Con mi padre el planteamiento era elemental, más allá del amor, era un simple reflejo de lo que me dio cuando yo no sabia andar y tenia que tomarme de la mano para que diera unos pasos, cuando no sabía limpiarme solo, cuando había que darme la comida triturada y preparada en la misma boca, pues sin ello hubiera muerto de hambre. Él me cuidó mucho tiempo y yo no pude devolver más que una mínima parte.

De igual manera tu nos has dado mucho ¿que tipos más desagradecidos seriamos tus fieles si no hubiéramos respondido como se ha hecho?. Como en el caso anterior, lo devuelto es muy inferior a lo dado.

Y es que vivimos en una sociedad donde solo se enseña lo perfecto, los cuerpos esculturales. Los ancianos y discapacitados, mejor esconderlos, se ha olvidado el mimo y el respeto que les debemos. De ahí las voces que pedían tu dimisión. Mejor no hablar de ellos ¿verdad?. Hay que perdonar. Sólo te diré que mi corazón se abrió cuando, leyendo tu testamento, me encontré con este párrafo “Expreso la más profunda confianza en que, no obstante mi debilidad, el Señor me concederá cada gracia necesaria para afrontar según Su voluntad cualquier tarea, prueba y sufrimiento que quiera requerir de Su siervo, en el curso de la vida. Tengo también confianza que no permitirá jamás que, mediante alguna aproximación mía: palabras, obras u omisiones, pueda traicionar mis obligaciones en esta Santa Sede Petrina”.

Sabes, soy español. Pero no me siento representado ni por el Rey, ni por el presidente de gobierno. Soy católico y si me he sentido representado por ti. En momentos de extrema debilidad, viendo incluso a obispos que no sabían ser fieles a tu mandato, he dudado. Pero detrás estaba tu ejemplo, pétreo y confortable. Has sido un baluarte donde refugiarse.

Durante tus últimos tiempos, un arzobispo al ver tu paso inseguro y tu evidente empeoramiento te sugirió que fueras más despacio. Tu respuesta fulminante al aclararle que gobernabas la Iglesia con la cabeza y no con los pies, fue más clarificadora que alguna homilía de las que por ahí podemos escuchar.

Y te fuiste. Sin miedo, como nos enseñaste (“no tengáis miedo” ¿recuerdas?). Te fuiste enseñándonos lo que de verdad es una muerte digna. Te fuiste entre las aclamaciones de los jóvenes, frente a los que te movías como si fueras una estrella del rock. Te fuiste entre las lágrimas de muchos a los que volviste a acercar a la Iglesia, a nuestra Iglesia que capitaneaste sin miedo alguno a desgastar las sandalias del pescador dando vueltas al mundo. Te fuiste a la nueva vida. Ahora, más cerca del Padre, tendrás más fácil el ayudarnos. No tengo que recordarte aquella idea del Padre Martín Descalzo que decía que las peticiones más provechosas eran las que se hacían a la Virgen, pues si ella lo pide a su hijo ¿Qué hijo le puede negar algo a su madre?.

Gracias por todo, Karol. Cristo vince, Cristo regna, Cristo, Cristo impera.

Juan V. Oltra

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