jueves, 23 de agosto de 2007

LO FEMENINO Y LA FALANGE


(Palabras pronunciadas por José Antonio en Don Benito, después del mitin, a unas camaradas)

Habeis querido, mujeres extremeñas, venir a acompañarnos en nuestra despedida. Y acaso no sabéis toda la profunda afinidad que hay entre la mujer y la Falange. Ningún otro partido podréis entender mejor, precisamente porque en la Falange no acostumbramos usar ni la galantería ni el feminismo.

La galantería no era otra cosa que una estafa para la mujer. Se la sobornaba con unos cuantos piropos, para arrinconarla en una privación de todas las consideraciones senas. Se la distraía con un jarabe de palabras, se la cultivaba una supuesta estúpida, para relegarla a un papel frívolo y decorativo. Nosotros sabemos hasta dónde cala la misión entrañable de la mujer, y nos guardaremos muy bien de tratarla nunca como tonta destinataria de piropos.

Tampoco somos feministas. No entendemos que la manera de respetar a la mujer consista en sustraerla a su magnifico destino y entregarla a funciones varoniles. A mí siempre me ha dado tristeza ver a la mujer en ejercicios de hombre, toda afanada y desquiciada en una rivalidad donde lleva –entre la morbosa complacencia de los competidores masculinos– todas las de perder. El verdadero feminismo no debiera consistir en querer para las mujeres las funciones que hoy se estiman superiores, sino en rodear cada vez de mayor dignidad humana y social a las funciones femeninas.

Pero por lo mismo que no somos ni galantes ni feministas, he aquí que es, sin duda, nuestro movimiento aquel que en cierto aspecto esencial asume mejor un sentido femenino de la existencia. No esperaríais, sin duda, esta declaración de boca de quien manda –inferior en esto a cuantos le obedecen– tantas filas magníficas de muchachos varoniles.

Los movimientos espirituales del individuo o de la multitud responden siempre a una de estas dos palancas: el egoísmo y la abnegación. El egoísmo busca el logro directo de las satisfacciones sensuales; la abnegación renuncia a las satisfacciones sensuales en homenaje a un orden superior. Pues bien: si hubiera que asignar a los sexos una primacía en la sujeción a esas dos palancas, es evidente que la del egoísmo correspondería al hombre y la de la abnegación a la mujer. El hombre –siento, muchachas, contribuir con esta confesión a rebajar un poco el pedestal donde acaso lo teníais puesto– es torrencialmente egoísta; en cambio, la mujer casi siempre acepta una vida de sumisión, de servicio, de ofrenda abnegada a una tarea.

La Falange también es así. Los que militamos en ella tenemos que renunciar a las comodidades, al descanso, incluso a amistades antiguas y a afectos muy hondos. Tenemos que tener nuestra carne dispuesta a la desgarradura de las heridas. Tenemos que contar con la muerte –bien nos lo enseñaron bastantes de nuestros mejores– como un acto de servicio. Y, lo que es peor de todo, tenemos que ir de sitio en sitio desgañitándonos, en medio de la deformación, de la interpretación torcida, del egoísmo indiferente, de la hostilidad de quienes no nos entienden, y porque no nos entienden nos odian, y del agravio de quienes nos suponen servidores de miras ocultas o simuladores de inquietudes auténticas. Así es la Falange. Y como si se hubiera operado un milagro, cuanto menos puede esperar en ella el egoísmo, mas crece y se multiplica. Por cada uno que cae, heroico; por cada uno que deserta, acobardado, surgen diez, ciento, quinientos, para ocupar el sitio.

Ved, mujeres, cómo hemos hecho virtud capital de una virtud, la abnegación, que es, sobre todo, vuestra. Ojalá lleguemos en ella a tanta altura, ojalá lleguemos a ser en esto tan femeninos, que algún día podáis de veras consideramos ¡hombres!

(Arriba, núm. 7, 2 de mayo de 1935)

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