La sentencia del 11-M establece la no participación, en ningún grado, de ETA ni de la red terrorista Al Qaeda, y culpa y condena por la comisión de los atentados sólo y nada más que a los sicarios que los perpetraron sin buscar y, por tanto, sin hallar a la inteligencia que los ideó, que los planificó, que les dio cobertura logística, perfil estratégico y armazón táctico.
Conclusión aterradora para las víctimas, en particular, y para la sociedad española, en general: sé que mi hijo murió, pero no sé por qué murió ni sé con qué fines se llevaron a cabo los atentados en los que mi hijo, mi madre, mi hermano, mi mujer, mi novia, mi marido, mi amigo o mi padre murieron porque, según se establece de la sentencia, el mayor atentado terrorista de la historia de Europa lo diseñan y lo ejecutan un subnormal que trapichea con explosivos en el top-manta de la dinamita asturiana y veintitantos rufianes magrebíes avecinados en Lavapíes que mercadean con hachís, con móviles robados y con la quincalla de los rateros de poca monta ejerciendo, varios de ellos, de chotas de la policía.
Con qué alegría repetía Rubalcaba a los cuatro vientos que, según la sentencia, no había sido ETA. Su alegría por la exculpación de ETA era directamente proporcional a la timorata satisfacción del PP porque, según la sentencia, ni la guerra de Iraq había sido el detonante de los atentados ni Al Qaeda la mano ejecutora de los mismos. Y ambos, PP y PSOE, nos conminaban a todos a creérnoslo porque la sentencia, su amadísima sentencia de consenso, es la única verdad absoluta que debemos adorar pues para ellos la sentencia del 11-M es más, mucho más que eso: es un dogma de fe democrática y de lealtad institucional, y como tal ¡Ay de aquél hereje democrático que se atreva a ponerla en duda!
Cuando escuché y leí la sentencia y la inmediata reacción de consenso favorable a la misma de los partidos políticos, me acordé de lo que Chateaubriand dice, paradójicamente, en sus Memorias de Ultratumba: “cuando en el silencio de la abyección ya sólo resuenan la cadena del esclavo y la voz del delator, cuando todo tiembla ante el tirano, al historiador le incumbe la tarea de la venganza de los pueblos. De nada le sirve triunfar a Nerón, tácito ya ha nacido en el Imperio”.
Y Tácito, nuestro Tácito, el Tácito español del 11-M, se llama Antonio Iglesias, brillante y valiente químico que en su libro Titadyn demuestra científicamente que lo que no ocurrió en los atentados es lo que la sentencia del 11-M dice que sí ocurrió, pues en todos los restos de los focos se halló dinitrotolueno y en el único que no fue lavado con agua y acetona se halló nitroglicerina, dos componentes que están en el Titadyn pero no en la Goma 2 ECO.
Por tanto, es imposible lo que asegura la sentencia sobre que “toda o gran parte de la dinamita que estalló en los trenes procedía de Mina Conchita” porque en Mina Conchita había Goma 2 ECO, pero no Titadyn.
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